martes, enero 09, 2007

Nací en noviembre del 74 y puedo recordar cuando, a principios de los 80, acompañé a mi papá a la primera concetración masiva, que fue en el Teatro Caupolicán, y en la que oí hablar a Frei. Sí! yo oí hablar a Frei Montalva! Es imposible olvidar ese día porque nunca antes estuve en la calle junto a tanta gente, caminando cuadras y cuadras de la mano o en brazos de mi papito querido, oyendo a la multitud que cantaba a coro canciones nuevas para mí como eso de brilla el sol de nuestras juventudes o para el pueblo lo que es del pueblo, liberación.
Supongo que ese día o por esa época empecé a ubicar la cara, la figura, el sonsonete y el nombre de Pinochet, porque yo era de las cabras chicas a las que acostaban junto a la familia Telerín así es que nunca vi noticias. Era un tipo al que yo encontraba cara de ogro y que luego recordaría como gritón, pero que me asustaba como no fue capaz de asustarme el cuco, el viejo del saco o cualquier historia de terror.
Yo creo que es porque su nombre estuvo, en mi cabeza, siempre amarrado a cosas terribles, como los degollados del 83 o los quemados vivos del 85. Cuando oía el noticiario de las Radios Santiago, Chilena o Cooperativa mientras almorzábamos, me preguntaba qué día nos tocaría a nosotros que entrara un piquete armado y con las caras pintadas a nuestra casa, haciéndonos llorar a los niños y dando empujones y bofetadas a mi mamá. Yo sabía que mi papá a veces llegaba tarde porque andaba pintando murallas, o que un sábado no aparecía hasta las 7 de la tarde porque estaba organizando o participando en una olla común, y entendía que si lo hacía a escondidas era porque no le gustaba a Pinochet y que cualquier día podía ser que no volviera como decían que muchos no volvían. Tenía 10 años y en verdad me aterraba ese tipo, y jamás se me ocurrió pensar que mi papá fuese temerario por andar en actividades anti-régimen porque siempre entendí que, si lo hacía, era en espera de que, al ser adultos, no tuviésemos que hacerlo nosotros; o porque quería que dejásemos de tener miedo.
Bendito sea Dios, pertenezco a una de esas familias que no tiene que lamentar ninguna pérdida. Los de derecha odiaron a Allende y fueron felices con Pinochet; los de izquierda, al revés; los democratacristianos lo pasaron pésimo con los dos; pero los que fallecieron en el intertanto lo fueron por causas naturales, así es que soy una de las que está dispuesta a hablar, hoy, de reconciliación. No tengo la soberbia de pedirle lo mismo al hijo de Carol Urzúa o a la Estela Parada Ortiz, pero yo puedo.
Veo con pena que la muerte de Pinochet deja en mi lado de la cancha a menos gente, pues muchos de los que podrían decidir comenzar otra vez se han radicalizado ante los saludos nazis frente a la Clínica Alemana, al escupo del nieto de Prats al féretro del dictador, a los champañazos en la Plaza de la Constitución.
Yo quiero a mi país y quisiera verlo dividido en bandos por discusiones valóricas que enriquezcan la manera de pensar de los jóvenes, aportando argumentos, desarrollando ideas, y no dividido por los pinochetistas y los que no lo son. Sentí tanta emoción cuando la nieta dijo en su despedida que esperaba que, con la muerte de su abuelo y el dolor de la familia, comenzacen a cerrarse las heridas, emoción que se transformó en ira cuando el nieto oficial arengó en la antigua jerga contra el marxismo, casi esperaba que hablase de los comunistas comeguaguas...
ESTA CUESTIÓN ME TIENE ABURRIDA. No quiero a mi hija sacando cuentas de si su familia es de izquierda o de derecha según cuántos abuelos tenía contra o por la dictadura militar. Quiero a mi hija razonando acerca de la manera mejor de ser feliz y aportar al crecimiento del país y el continente que la vio nacer, cuidando el medio ambiente para sus propios hijos, respetando a sus compañeros de colegio sin importar lo que crean, piensen o sean. No quiero tener motivos para sobrecogerme al pensar que Ibáñez del Campo se llevó a los homosexuales, Pinochet a los comunistas y el de turno los elige de otra forma.
Ojalá alguien más lo piense así.