lunes, octubre 27, 2008

no hay plazo que no se cumpla

llegó el día. uno de esos a los que temí tanto por tanto tiempo, en silencio, sin confesarlo ni a mi misma...
después de muchas, pero muchas discusiones, diferencias, altercados, siento que ya no tengo fuerzas.
he dicho en este rincón que muchas veces sentí que esta relación la sostenía emocionalmente yo. que yo me acercaba, que yo comenzaba de nuevo, que yo hacía la vista gorda a los gestos desagradables y las palabras duras (bueno, en honor a la verdad no soy yo quien dice lo siento a menudo, pero reparo con celo el mal causado, como decimos los leguleyos). y bueno, eso sigue tal cual y cada día más: este matrimonio anda bien cuando yo ando bien, porque soy imprescindible para el motor de partida aunque luego lo mantengamos en marcha juntos.
y hoy me cansé. ya no quiero comenzar otra vez. no es que tire la esponja y decida que no tiene vuelta, es sólo que no quiero ser yo quien de nuevo quien dé el primer paso, porque necesito sentir que mi lugar en este casa de verdad es mío, no que podría ser ocupado por cualquiera que cumpla mi rol.
estoy tan triste y tan cansada que creo que soy una lámpara en el living, soy un elemento decorativo de una vida ajena que decide en qué rincón me pone y si me prende o me mantiene apagada. tengo pena. tengo rabia. sobre todo tengo cansancio... de adentro, muy de adentro

domingo, octubre 05, 2008

2043

Nunca creyó que pasara la barrera de los 55; su familia estaba llena de hombres y mujeres que habían muerto de extrañas y no tan extrañas enfermedades mucho antes de llegar a la primera vejez, por lo que durante mucho tiempo había orado con resignación, pidiendo que al menos sus hijos no fuesen tan niños el día que partiese. Y, sin embargo, hace unas 3 semanas había celebrado sus 73 años, acompañada de sus hijos y de un puñado de maravillosos nietos que jamás imaginó conocer y, menos, ver crecer...
Eso sí, hacía ya un par de años había perdido a su compañero de vida. No le gustaba recordar cómo había sido, las terapias químicas y de rayos habían consumido lo que incluso en la vejez fue un hombre hermoso y dulce, para transformarlo en un tipo excesivamente delgado, de piel verdosa, lejano y amargado; prefería recordar sus años de juventud y de madurez, riendo siempre, amándose con frecuencia, armando proyectos comunes en todos los momentos libres. Vivió el luto con dignidad y asumió la viudez con calma. Se esforzó en recordar que muchas mujeres de su familia sobrevivieron a soledades largas y duras, mientras ella gozó de años de estabilidad, en que incluso las peleas más álgidas tuvieron dulzura. Vendió su casa lo más rápido que pudo y se mudó a un pequeño departamento, en el que hoy tomaba su habitual desayuno: una taza de café de filtro sin diluir, una manzana y galletas de arroz con queso fresco; y cumplía el absurdo rito que había adoptado el día de los funerales de su esposo: leer el obituario electrónico.
Por primera vez, en años, su mente quedó en absoluto silencio mientras sus ojos gritaban un nombre provocadoramente familiar. No podía ser. No podía ser. Habían pasado algo menos de 40 años desde la última vez que había pronunciado ese nombre, tan lleno de emociones abruptas y violentas. 2 días atrás, si la información era cierta, rodeado de su esposa, hijos, nietos y amigos había muerto su amante...
Es verdad. Esa compuesta y comedida mujer, que había vivido una vida planificada y perfecta, por allá por el 2000 le abrió las puertas de su vida (y también sus piernas y hasta un poco de su corazón) a un desconocido que la había llenado de emociones insospechadas.
Primero fue un beso. Sorpresivo e intenso, aunque lleno de dulzura, que la hizo huir todo lo pronto que pudo. Es que ¿hace cuántos años no la besaban otros labios? y muy a su pesar debió reconocer que le gustó, le gustó mucho, al punto que no pudo quitárselo de la piel hasta el día en que volvió a verlo. Como por esos años cantaba Sabina, "ella le pidió que la llevara al fin del mundo", a lo que él respondió tomándola suavemente de la mano y llamando un taxi... pasaron toda la tarde en el departamento de él, nada más acariciándose recostados sobre la alfombra, lo que terminó por sacarla de sí. A la tarde siguiente se encamaron de una forma tan visceral y tan instintiva que no parecían humanos, ni siquiera atisbaban la culpa o la sensación de adulterio, eran apenas un par de gatos retozando con calma, pero con fuerza.
Aunque trató, no pudo recordar cuánto tiempo mantuvieron su aventura. Ciertamente fueron muchas las tardes en que, bajo cualquier pretexto, ella se metía entre su piel, sin importar si era en el departamento de él, en un motel parejero, en un hotel elegante o en el asiento de su auto. Dos parecían ser las cosas que a él le seducían: la claridad con que ella había planteado que no dejaría a su familia (qué cosa masculina más atractiva en una mujer) y lo muy mujer que demostraba sentirse entre sus brazos; pero eso era algo que ella elucubró en su momento, porque él no hablaba mucho... se limitaba a acariciarla, tomarla y besarla de todas las formas posibles y a volverla loca cada vez que la tenía.
Un día ella desapareció. Bloqueó teléfonos, casillas electrónicas y cualquier posible medio de contacto. Esperaba que él pensara que finalmente la culpa la había atrapado y, tan educado y respetuoso como había sido siempre con ella, respetase su alejamiento; y aunque sí fue respetuoso y jamás volvió a buscarla, la verdad era otra. La verdad es que por primera vez en su vida ella pensó en abandonarlo todo y correr tras esos otros besos, esos otros abrazos descontrolados y esas otras embestidas desesperadas y alucinantes y, consecuente con su visión muy masculina de la vida, ella decidió dar vuelta la página.
El día que desapareció, lo olvidó. Nada más un par de veces lo recordó oyendo alguna de esas canciones que les acompañaron en sus tardes apasionadas, pero suprimió el recuerdo en la convicción de que en realidad nada nunca había pasado, que todo formaba parte de esas historias que a veces se inventaba para calmar la irrespetuosa, desordenada y viciosa mujer que vivía en un rincón, no sabía si de su alma, su mente, su corazón o de todas partes.
Eso hasta hoy, en que leyó 5, 8, 12 veces su nombre en el obituario antes de convencerse que en verdad era él, de procesar con alegría que él también había sido feliz, que había construido su propia vida, que había muerto rodeado de amores y de proyectos acabados y a medio andar.
Se puso de pie. Se cambió los zapatos, el chaleco de hilo y el pañuelo del cuello por otros negros y salió al jardín. Cortó ramas del jazmín y la fucsia y partió rumbo al Cementerio a reencontrarlo.