viernes, agosto 26, 2005

Para siempre es mucho tiempo...


Muchos de mis amigos y amigas odian el concepto de "para siempre" a propósito del matrimonio y las uniones para toda a vida. No sé por qué, para mí no es asunto importante plantear la idea a propósito de la vida en pareja, sino de la muerte.
Con cuánta liviandad habla alguna gente de la muerte ("me quiero morir" o "primero muerto" o "prefiero la muerte"). Con cuánto terror otra gente esquiva el tema y te hace callar. Yo creo que soy de los que lo asumen con una naturalidad morbosa, o con un morbo casi natural.
En mi familia es tema doloroso, pero medio recurrente por algunas curiosas enfermedades y afecciones que se pasean entre nosotros, al parecer descendencia directa de algún tipo de minoría a la qe la naturaleza considera inapta.
La visita al cementerio era (y aún es) de rigor, pero nunca fue demasiado trágica, salvo el periodo inmediatamente posterior a algún deceso.
La solicitud de intercesión a un hermano, padre, madre o hijo corresponde casi al fenómeno de la santería.
En fin, lo que quiero decir es que no derrumba mucho a nadie. Sólo habemos morboso-naturales y cobardes; ninguno que no comprenda.

Yo tuve mi primera experiencia de pérdida dolorosa con mi abuela; la quería mucho y aún la extraño, aún creo sentir su olor de repente en la calle. Pero ella estaba viejita y era muy comprensible que su cuerpo ya no respondiera.

Mi segunda pérdida fue una tía, también cercana y querida, pero que estuvo enferma por un montón de años. Con ella aprendí el concepto de lamentar la muerte por los deudos y no por el muerto (dejó huérfano a un adolescente), y aunque lloré como una bestia el día de su funeral y también la extraño, su larga enfermedad hizo para mí su muerte menos dolorosa.

Y después fue que perdí el norte. Porque un día mi papá me pidió que le retirara un examen y al leerlo supe que le quedaban pocos meses de vida, con mucha suerte un par de años.
Creo que en cierta forma fue una suerte saberlo antes, supongo que, como dicen los psiquiatras, el duelo siempre es un proceso y yo viví el mío en buena parte antes de perder a mi viejo. También fue bueno creer o saber que él confió en mí de alguna forma indirecta el que fue su secreto por varias semanas, porque claramente yo iba a revisar el examen y me iba a informar, y por lo que conversamos luego, él ya tenía claro que bien no estaba.
Su enfermedad duró lo que tenía que durar. Tuvo algunos meses para dejar las cosas en orden, para despedirse de todo el mundo, para hacer madurar a mi hermana, para convencerme a mí de cuán importante era vivir mi vida. Y un día murió, rodeado de gente que lo quería, respirando con la poca tranquilidad que le permitía su muy mal estado físico tras tres terapias contra el cáncer y dos operaciones.
Pertenezco a una familia muy creyente, por lo que su muerte tuvo muchos significados, y el dolor pasó a un plano secundario. Fue con las semanas que empecé a aterrizar y a sentir pena y desolación, a preguntarme si era normal no sentir rabia, a centrar mis preocupaciones en la persona de mi madre, la viuda (qué palabra odiosa).
Pero el momento determinante fue cuando me di cuenta de que apenas habían pasado unos meses y todo se sentía borroso y lejano. Que la sensación de seguir extrañándolo como el primer día no disminuía, aunque tenía varios factores de distracción, y que el dolor seguía centrándose en la soledad de mi pobre vieja, que por cierto era demasiado joven para pensar en cuántos años le quedaban de enfrentar esa soledad, esa pena, esa desolación...
Yo siempre supe que la muerte implicaba un nunca más, un perder para siempre. Pero darme cuenta de cuánto tiempo es para siempre fue el segundo golpe más duro del duelo. Para siempre es mucho tiempo.