miércoles, septiembre 21, 2005

Cuestión de piel...


Se acercó de manera suave, no quería invadir mi espacio y que yo huyera, como otras veces. Esta vez parecía tan tímido como yo, tan temeroso como yo, tan cobarde como yo.
Tenía tantas cosas en mi cabeza: la culpa, la prisa, el miedo, la inminencia y el placer. Pero en el instante en que la piel del interior de su muñeca rozó mi quijada, sentí que el mundo se desvanecía debajo de mí.
Me olvidé de todo y apenas tuve tiempo de concentrarme en su respiración y en la suavidad de su tacto. Quería, necesitaba terriblemente que ese contacto mínimo, ahora de sus manos sujetando mi cara mientras me besaba tiernamente, se extendiera a todo mi cuerpo.
Largos eran los minutos en que encontraba más piel de su cuerpo sobre la piel del mío, pero increíblemente intensos. La tibieza de ese beso largo y profundo aún puedo sentirla, deliciosa, insinuante, dentro de mi boca, y aún se me erizan un poco los vellos de la nuca de recordar el compás de su aliento mientras me besaba. Su lengua, a ratos sensible y suave, a ratos insolente y agresiva, me generaba la excitante sensación de un animal salvaje que quería devorarme, a mí, su presa.
Me salto el corazón cuando me di cuenta que una de sus manos abría los botones de mi blusa. Tenía los ojos a medio cerrar, para mantener la concentración en el descontrol que me hacía sentir su cercanía, y a la vez ver la expresión de goce de su rostro sólo de tenerme cerca, de sentirme suya. Uno a uno los botones fueron cediendo ante sus manos, aún no completamente convencidas de que por fin estábamos frente a frente como un hombre y una mujer. El frío del ambiente erizó de una vez mis pezones, gimiendo él al notarlo en una caricia.
Tal vez debí reaccionar. No para correr y escapar, como siempre, sino para participar del juego y hacerlo mi hombre, tomarlo con decisión, volver a ser esa mujer segura y decidida que siempre fui en la cama... Pero disfrutaba tanto esta sensación de ser conquistada, de pertenecer, de ser guiada por un compañero que me deseaba sin ningún disimulo.
Cuando me di cuenta de que ya no me besaba en los labios, o en las mejillas, o en el mentón, recobré en parte la conciencia. Tenía ya el torso desnudo, mientras él de rodillas besaba mi abdomen y abría suavemente mi pantalón. Dejarme amar y seducir era la consigna, y volví a concentrarme en la deliciosa sensación de su nariz recorriendo apenas la piel de mis caderas. Finalmente, el pantalón y la ropa interior cayeron sobre el piso y por fin me encontré totalmente desnuda y a su disposición, temblando, esta vez de ansiedad, ante ese hombre que sin duda quería ser mi hombre, al menos ahora.
Me cargó en sus brazos y me llevó hasta el sofá. Algo de pudor que me quedaba me forzó a no mirarlo directo a los ojos, mientras lo abrazaba por el cuello. El roce de su ropa sobre mi piel volvió a erizarme completa y a llenarme de deseos de pertenecerle, no en el sentido pasional, sino en todo sentido... a ser suya, a responder a sus expectativas, a unir, así fuera un instante, mi vida a la de él.
Aunque sólo quedó descalzo, el momento en que me penetró fue lleno de una ternura inesperada. Hasta hoy no comprendo si hubo perversión o pudor en el hecho de mantenerse prácticamente vestido junto a una mujer que ponía a su alcance toda su intimidad, toda su fragilidad, sus aprehensiones, sus trancas y su falta de amor por sí misma. Años de fidelidad a una relación tradicional y serena se rompieron por un momento que excedía por mucho la pasión.
Mientras me embestía contra el sofá, y me llenaba de un placer que sólo en el recuerdo guardaba desde la juventud, pura adrenalina, me perseguían pensamientos de reproche. No sólo por tirar, en mi casa, a pleno placer, con otro hombre, sino por desearlo tan intensamente y por tanto tiempo, por querer que ese momento durase mucho tiempo, y no desear a un tiempo dejar mi pareja para irme tras él.
Mientras me besaba con veneración el cuello y los hombros, y me hacía sentir una mujer atractiva, deseable y tremendamente sexy, la imagen de mi familia se movía como un fantasma contra el cielo de la habitación.
Mientras me repetía cuánto había esperado un momento así conmigo, anticipaba una y otra vez el momento en que debería encarar mi vida, toda mi vida, y asumir que si estaba arriesgando mi relación estable a total conciencia, era porque existían asuntos que exigían revisión urgente en mi intimidad.
Pese a tantos enemigos en mi mente, quizás por la entrega sincera a este extraño tan cercano y tan ajeno a la vez, el orgasmo fue inevitable, rítmico, sostenido y largo, como una cascada. Creo que eso decidió todo el futuro inmediato, porque una mujer no puede sino agradecer un orgasmo tan esperado por ambos, y cometí mi peor error de esa noche: YO le besé en los labios. Como una verdadera amante, como una compañera comprometida, en aceptación total de que ese momento había realmente significado mucho en mi vida.
Él sonrió y me acarició el pelo. Me abrazó como se abraza a una compañera (cada vez estaba más convencida de que el error no había sido el sexo, sino la apertura de alma ahora, que comenzábamos a querernos) y simplemente preguntó: "¿Cuándo voy a verte?"

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